La joven, desde su pequeña embarcación, seguía con la mirada el movimiento deslizante de mi kayak negro en el que me encontraba remando sobre las mansas aguas de la bahía. De una edad inferior a la que se podía leer en aquella profunda mirada, tenía los ojos ligeramente entornados con un aspecto incluso más oriental del que ya le corresponde a su raza, y no porque estuviera sonriendo, ya que sus labios no expresaban más que esa singular serenidad tan asiática, sino porque su cara se enfrentaba a la de un sol rojizo al que le quedaban pocos minutos antes de morir ahogado en el mar de la China Meridional. Desconozco por qué la chica, tocada con un típico Nón Lá, el sombrero cónico vietnamita, estaba sola en aquella alargada barca de madera de unos cuatro metros de eslora, una antiquísima embarcación cubierta por una raída lona azul que algún día debió haber protegido a los marineros del sol y de la lluvia. Supuse que estaría pescando, aunque no vi ni cañas ni redes que lo atestiguaran.
El agua de la bahía Ha Long, teñida de todas las posibles tonalidades anaranjadas, aquí del color de la yema, allí de un naranja más cálido, centelleaba con viveza bajo un cielo limpio que iba perdiendo la intensidad del azul de la tarde que agoniza para ganar luminosidad en el gris acerado del crepúsculo que está por llegar. Las paladas de mis remos parecían ser las únicas que alteraban el reposo del lugar, corrompiendo el agua en las proximidades de mi embarcación con una mezcla de caóticas ondulaciones mitad de un naranja claro, mitad de un gris verdoso. Tal vez haya imaginado toda esta explosión de colores del atardecer vietnamita, puesto que no recuerdo haber dejado de mirar a la chica de la barca desde que me di cuenta de su presencia.
Cuando mi embarcación se encontraba paralela y enfrentada a la suya, a unos pocos metros de distancia, yo que también iba solo en mi kayak alquilado, dejé de remar para contemplar aquella escena, aquel rostro que me seguía sin moverse. No llegué a ponerme de acuerdo en cuál sería la edad de la chica. Podría tener quince años o podría tener treinta, porque los dioses asiáticos, si es que necesitan dioses en Asia, han concedido el secreto de la eterna juventud a sus mujeres. Y si no es eterna, al menos dura hasta ese día de la senectud, en el que las mujeres de piel tersa, fina e impoluta y de sedoso cabello negro como el azabache, amanecen como adorables viejecitas a las que el más impío veneraría.
Pero no dejé de remar solamente para disfrutar de la escena. Intenté detenerme para capturar aquella imagen, aunque no tuviera conmigo mi cámara fotográfica dentro del kayak encharcado por dentro. La foto era perfecta. La chica de mirada intensa aparecía cerca de la popa, con su rostro hierático y en paz, iluminada por la cálida y tenue luz directa del atardecer, tras la pequeña baranda que prolongaba el desconchado casco azul y blanco de la embarcación, luciendo aquel sombrero cónico que no llegaba a esconderse tras la desgastada lona que hacía el papel de un inútil parasol. Debajo, el agua naranja crepitaba con miles de brillos por el movimiento que yo había creado involuntariamente. Nuestro mar, el suyo y el mío, estaba rodeado de estrechas islas extraordinariamente altas, picudas, con verticales paredes de caliza, y con verde vegetación en cada minúsculo rincón. El telón de la foto lo componían algunas de esas dos mil islas kársticas que salpican la que en muchas guías de viaje se considera la bahía más bella del mundo. Pese a no ser fan de esas subjetivas listas, debo decir que resulta difícil imaginar una bahía comparable a la de bahía Ha Long.
La belleza extrema de la escena se desvaneció tan rápidamente como se suelen esfumar esta clase de casualidades perfectas en un mundo imperfecto. Mi kayak nunca llegó a pararse por la inercia de las paladas anteriores, así que pronto perdí la visión totalmente lateral de la barca de la chica. La chica sonrío, y puedo asegurar que la sonrisa era hermosa, pero borró de un plumazo el misterio y la intensidad de su cara. El movimiento subjetivo de las islas del fondo descuadró el plano, dando paso a una escena bellísima, pero nada comparable con la que acababa de presenciar. En el momento, me lamenté por no haber podido tomar esa foto. Después, me surgió la duda de si habría conseguido disparar en el momento preciso y fijando todos los parámetros adecuadamente. Desde entonces, cada vez que la imagen vuelve a mi mente, me planteo si la escena fue tan perfecta como ahora la recuerdo. ¿Fue una suerte o una desgracia no haber tenido mi cámara a mano? Después de haber escrito este post, por fin lo tengo claro.