Retratos de África

Auschwitz, el infierno bajo la nieve (II)

Viene de aquí: Auschwitz, el infierno bajo la nieve (I)

Una joven pareja decidió que ya había tenido suficiente. Me pareció que alguna lágrima brotaba de los ojos de ella, quizás por el frío, y que si él no lloraba era por vergüenza o tal vez por tener los conductos lagrimales helados. Los que quedábamos, junto con la guía y algunos otros polacos, tomamos el autobús que cubre los tres kilómetros que separan Auschwitz I de Auschwitz II-Birkenau.

La famosa entrada oriental de Auschwitz II-Birkenau es un sencillo edificio alargado de ladrillo rojo, atravesado por una vía de tren que muere en el punto central del campo. Cruzamos el conocido edificio accediendo a un descampado que no se parecía nada al que yo había visitado hacía dos veranos. Un siniestro cielo gris oscuro, cargado de nieve y furioso por no poder escupirla sobre Auschwitz debido a la baja temperatura, gobernaba amenazante el inmenso desierto blanco, tan sólo acotado por interminables alambradas de espino tocadas con cientos de sencillas lámparas metálicas. Los barracones, algunos de madera y otros de ladrillo, se extendían en todas las direcciones, extremadamente ordenados y alternados por torretas de vigilancia.

Entrada de Auschwitz II.

Entrada de Auschwitz II.

Auschwitz II-Birkenau siempre contó con dos secciones principales, la de hombres y la de mujeres, separadas por las vías del tren y por varias alambradas. Sólo hubo una excepción que fue la sección de gitanos, a los que se permitió vivir en comunidad sin separarse de sus familias. Este trato preferencial acabó en la noche del 2 de agosto de 1944 en la que todos los gitanos del campo, unos 3.000, fueron exterminados en las cámaras de gas. Separados de los demás presos vivían los Sonderkommandos, un grupo especial de prisioneros encargados del trabajo en las cámaras de gas y los crematorios. Los Sonderkommandos conducían a los prisioneros a unos vestuarios haciéndoles creer que iban a unas duchas comunitarias. Les hacían desvestirse, dejando sus pertenencias en un lugar concreto para poder recuperarlas tras la supuesta ducha y los conducían a la cámara de gas. El interior de la cámara de gas tenía tuberías y duchas en lo alto, si bien nunca llegaron a conectarse al suministro de agua. Tras cerrar las puertas, botes de Zyklon B eran arrojados en el interior causando la muerte de hasta 3.000 personas en menos de 5 minutos. A los 25 minutos, los Sonderkommandos entraban en la sala, extraían dientes de oro y objetos de valor ocultos en los orificios de algunos prisioneros, y llevaban los cadáveres al crematorio donde eran incinerados. En épocas donde las ejecuciones eran especialmente masivas, como en la primavera de 1944 con la afluencia de miles de judíos húngaros, los cadáveres fueron quemados en piras exteriores. Los Sonderkommandos vivían bajo gran presión psicológica, debiendo engañar a los prisioneros sobre su inmediato destino, algunas veces incluso a sus propios amigos o familiares. Si algún Sonderkommando alertaba a los presos sobre la farsa de las duchas, se le aplicaba una ejecución ejemplarmente cruel, como ser quemado vivo. En cualquier caso, los Sonderkommandos eran periódicamente ejecutados, cada tres o cuatro meses, para eliminar testigos de lo que estaba ocurriendo en los campos de exterminio de la Alemania nazi.

Barracones de madera en Auschwitz II.

Barracones de madera en Auschwitz II-Birkenau.

Caminábamos junto a la vía del tren, acercándonos a ese punto tan triste que nunca debiera existir, donde una vía acaba indicando el final inexorable de un viaje. Íbamos dejando atrás, al otro lado de las alambradas, algunos de los más de 300 barracones, reconstrucciones de los originales en los que los prisioneros malvivían hacinados en condiciones deplorables. Parecían todos idénticos, transmitiendo una intencionada sensación de deshumanización. Al fin y al cabo los nazis perseguían desposeer psicológicamente a los prisioneros de toda cualidad humana para dominarlos fácilmente. A los presos se les afeitaba la cabeza al llegar al campo (también a las mujeres), recibían ropas idénticas en las que se cosía la marca del grupo al que pertenecían en función de si su grave delito era, por ejemplo, ser judío u homosexual, se les tatuaba un número en el brazo izquierdo, y se les sometía a todo tipo de vejaciones e intimidaciones con el objetivo de acabar con su condición humana. Para más información respecto a la deshumanización de los prisioneros en los campos de concentración y exterminio, recomiendo encarecidamente leer éste interesante post.

Entramos a un par de barracones de madera, el primero un dormitorio con literas de madera en tres niveles que todo el que haya visto la fantástica película La vida es bella se podrá imaginar. El segundo era el barracón de las letrinas, a las que los prisioneros sólo tenían derecho a ir una vez al día durante 5 minutos, todos a la vez, sin ningún tipo de privacidad y con unas condiciones higiénicas indescriptibles. La guía nos contó que limpiar letrinas era el trabajo preferido de los prisioneros debido a que se realizaba bajo techo y porque además los convertía en apestados a los que los soldados alemanes se negaban a acercarse.

Interior de un barracón de Auschwitz II.

Interior de un barracón de Auschwitz II-Birkenau.

Aún hoy, sin necesidad de repasar mi cuaderno de notas, recuerdo muchísimos datos e historias que la guía contó en aquel inmenso infierno helado llamado Auschwitz II-Birkenau. Casi todo lo que escuché ya lo conocía de mi primera visita, pero el efecto de tanta atrocidad no me había provocado un efecto tan doloroso la otra vez. Supongo que el punzante frío abría una herida por la que se deslizaba el veneno de la bestialidad humana que la guía iba narrando. Porque la versión de la historia de Auschwitz que conté en el primer post sobre Auschwitz es la oficial, pero también la aséptica. Y no es que la visita guiada de Auschwitz  ahonde en un innecesario morbo (lo cual me hace recordar mi visita al ridículo Museo del Holocausto en la ciudad de Washington DC, tan lamentablemente demagógico y simplista, al estilo de una mala película estadounidense que, y lo digo con vergüenza, casi hace reír al visitante europeo). La visita al campo de exterminio de Auschwitz está enfocada desde un punto de vista histórico extremadamente riguroso, con un tono totalmente imparcial, sin revanchismo ni rencor, pero consiguiendo que el visitante se haga una idea más aproximada de la dimensión de la tragedia humana que se vivió en Auschwitz y en otros campos de concentración.

Rosa sobre una locomotora en Auschwitz II.

Rosa sobre una locomotora en Auschwitz II-Birkenau.

Durante la visita, te enteras de que la esperanza de vida de los prisioneros era de unos cuatro meses desde que llegaban al campo, tiempo que fue disminuyendo en los últimos años debido a las ejecuciones masivas, las hambrunas y las enfermedades. Te cuentan los crueles experimentos médicos en seres humanos que hoy estarían prohibidos incluso en cobayas por provocar muertes largas y especialmente crueles. Ves enormes salas con utensilios de los prisioneros que te acercan un poco más a la realidad de los grandes números: una con unos 40.000 pares de zapatos decomisados a los prisioneros a su llegada al campo, otra con hasta 2.000 kilogramos de pelo humano usado para la fabricación de pelucas y de almohadas de venta en Alemania, otra con miles de maletas con los nombres y las direcciones de los propietarios escritas, señal de que llegaban al campo engañados con la idea de que iban a un campo de trabajo con condiciones dignas. Cuando estás en Auschwitz II-Birkenau descubres que el complejo está construido sobre una zona pantanosa y que la mayor parte del año es un completo barrizal de lodo y nieve en el que muchos prisioneros perdían sus zapatos de madera (llevados sin calcetines, por cierto) lo que provocaba una muerte segura en los siguientes días debido al frío. Te enteras de que la dieta de los prisioneros, obligados a trabajar doce horas sin descansos, era de unas 700 kilocalorías, unas cuatro veces menos de lo que un trabajador necesitaría. Te cuentan que cada día se pasaba lista por antes del alba y después del anochecer, y que los fallecidos durante el trabajo o durante la noche debían ser grotescamente sostenidos en pie por dos prisioneros hasta que se acabara el recuento, que podía llegar a durar algunas horas a modo de castigo comunitario si faltaba algún prisionero. La visita a Auschwitz te introduce en un universo atroz en el que aún así parece imposible comprender tanto el sufrimiento físico y psicológico que debieron soportar los prisioneros, como el funcionamiento de las mentes que planificaron y perpetraron ferozmente los abyectos crímenes que allí se cometieron.

Rosa en las vías de tren de Auschwitz II-Birkenau.

Rosa en las vías de tren de Auschwitz II-Birkenau.

Seguimos caminando hasta el extremo más occidental del campo, donde varias placas en distintos idiomas, también en ladino, y algunas pocas flores cubiertas de nieve caída algunos días antes, honraban la memoria de los que murieron y de los pocos que sobrevivieron en Auschwitz. Ya por entonces notaba que mi respiración no era demasiado profunda. Mis labios estaban ajados por el frío y no sentía varias partes de mi cuerpo. Tiritaba de angustia, tal vez catalizada por el frío. O viceversa. Un viento moderado pero continuo parecía susurrarnos versos fúnebres a los que allí nos encontrábamos, menoscabando poco a poco la fortaleza que intentábamos aparentar.

Esta vez no hice ni una sola pregunta a la guía. No había preguntas para las respuestas que necesitaba. Durante todo el recorrido nadie había hablado con nadie, algo insólito en un grupo de españoles que se conocen fuera de nuestras fronteras. Un chica española se me acercó poco después de que la guía nos mostrara las ruinas de las cámaras de gas, dinamitadas por los nazis poco antes de abandonar el campo ante el asedio soviético. La chica acertó a decirme: “Qué monstruosidad, los alemanes…” a lo que yo asentí sin contestar. Me habría gustado contestarle “qué monstruosidad, el ser humano…” si no hubiera tenido congeladas la voz y el alma. Recordé al psiquiatra y neurólogo austriaco Viktor Frankl, uno de los más famosos prisioneros de Auschwitz, que sobrevivió a tres años de encierro en distintos campos de concentración, y que tras su liberación escribió uno de los libros más influyentes del siglo XX, El hombre en busca de sentido. El célebre libro analiza la estancia en el campo desde el punto de vista psicológico, relatando los mecanismos con los que el ser humano, en momentos de extrema adversidad y a través de la búsqueda de un sentido existencial, consigue aferrarse a la vida. Sentí vergüenza por flaquear físicamente debido al frío, y psicológicamente debido al relato de la guía, en un escenario donde millones de personas como Viktor Frankl habían luchado contra la más absoluta adversidad, en algunos casos incluso derrotándola.

Ruinas de una cámara de gas y un crematorio.

Ruinas de una cámara de gas y un crematorio Auschwitz II-Birkenau.

Habrían pasado casi cuatro horas desde que el tour empezara en Auschwitz I y el grupo cada vez andaba más lentamente. La guía nos había preguntado varias veces si estábamos bien y nos había mostrado el camino evidente para volver en caso de no querer seguir el tour: siguiendo la recta vía del tren hasta la famosa entrada que se divisaba a un kilómetro de distancia. Todos decidimos intentar aguantar hasta el final de la visita, que acabaría en un barracón para mujeres. Bajo la techumbre de madera, la guía nos relató las penalidades añadidas que las reclusas sufrían. Me pareció que todos seguíamos escuchando con la misma atención que cuando empezó la visita, a pesar de la duración y de las condiciones físicas y mentales. Recuerdo como volvió a contar que de los tres niveles de literas de madera, el más seguro era el de arriba y el peor el de abajo debido al frío y la suciedad, y que al igual que pasaba con los hombres, el mejor sitio era generalmente para las más fuertes y el peor para las débiles y enfermas, que acababan muriendo a los pocos días. La guía lo llamó egoísmo de supervivencia en situaciones extremas.

Alambrada de Auschwitz II.

Alambrada de Auschwitz II-Birkenau.

Se acercaba el fin del tour y la guía nos dejó un rato para recorrer por nuestra cuenta el pequeño barracón en el que hasta un millar de mujeres se habían amontonado en noches glaciales como la de aquel día. Me separé un poco del grupo, inspeccionando aquel barracón iluminado por un par de dubitativas bombillas que proyectaban más sombras que luces. Entonces ocurrió algo que aún a día de hoy no me explico, la gota que colmó el vaso de mi entereza, ya por entonces quebrada. Sobre el negro de las sombras empecé a ver algunos destellos. Me froté los ojos pensando que mi lamentable estado era el responsable de las alucinaciones. Pero lejos de desaparecer, los destellos se multiplicaron como estrellas fugaces que caían del cielo de aquel universo fatal. Miré hacia arriba y fue cuando entendí que mi visita había acabado allí. Eran copos de nieve que caían de un techo en el que no se apreciaba rendija alguna. Estaba nevando. Y sólo estaba nevando dentro de aquel barracón.

El techo y la nieve.

El techo y la nieve.

Han pasado algunos meses desde que volví a visitar Auschwitz y expresar el recuerdo que aún me evoca se hace difícil sin citar algunos versos de la Divina Comedia. El poeta toscano Dante Alighieri también sufrió su particular Infierno y en el segundo terceto del primer canto decía esto:

"¡Ahi quanto a dir qual era è cosa dura
esta selva selvaggia e aspra e forte
che nel pensier rinova la paura!",

que traducido sería algo así como:

¡Ah que decir, cuán difícil era y es
este bosque salvaje, áspero y fuerte,
que al pensarlo renueva el pavor!

Sin embargo, a pesar de todo lo que he relatado, creo que la visita a Auschwitz o a cualquier otro campo de exterminio debe de hacerse al menos una vez en la vida. Es más, me parece que la difusión de uno de los episodios más funestos de la historia contemporánea, a riesgo de haber asustado a unos cuantos lectores de este humilde blog, es algo casi obligado. Saber lo que sucedió en los campos de concentración y exterminio, aunque sea triste y doloroso, es necesario. Creo que conocer los capítulos más miserables de la historia, humaniza. Porque para saber lo que queremos ser, es imprescindible tener muy claro lo que nunca podemos volver a ser. Por un futuro mejor.

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Papiroflexia para la esperanza en un barracón de Auschwitz II-Birkenau.

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Auschwitz, el infierno bajo la nieve (I)

Más que sentarme, me dejé caer por la tercera o cuarta fila del autobús, aunque bien podría haberlo hecho en cualquier asiento, dado que todos estaban libres. Respiraba superficialmente y sentía un ardiente vacío interior. Noté cómo ese vacío me recorría internamente y me provocaba un intenso mareo al superar la altura de los ojos. El aire caliente de la calefacción parecía atravesar mi cara abrasándola. Me toqué la mejilla y sentí esa sensación punzante inicial, común a cuando se toca algo muy caliente o muy frío; había una diferencia abismal entre la temperatura de mi cara y de mi mano, pero no pude discernir cuál era la que estaba fría y cuál la congelada. Tuve náuseas. Creo que de haber estado de pie, habría perdido el equilibrio. No sentía los pies, ni la nariz, ni varios dedos de las manos, ni las orejas. Estaban helados. Desempañé torpemente el cristal de mi reloj con la manga de mi chaqueta. Me pareció imposible que hubiera estado soportando temperaturas extremas durante las últimas cuatro horas sin haber visto el tiempo pasar.

Pero volvamos al principio de aquel día de enero. Nada más despertar, me había levantado de un salto, impulsado por una ilusión similar a la de los niños en la mañana del día de Reyes. Llegué hasta la ventana arrastrando mis adormecidos pies sobre una moqueta de hotel, de esas que tanto me gustan por estar siempre limpias. O por parecerlo. Cuando corrí la pesada cortina presente en la mayor parte del mundo que no ha descubierto la persiana, el regalo que más esperaba deslumbró mis ojos. Cracovia, la antigua capital de Polonia y una de las más bellas ciudades de Europa Central, quizás sólo superada por Budapest, exhibía su clásico encanto bajo un grueso manto de nieve.

Parte este de la plaza del mercado en Cracovia.

Parte oriental de la plaza del mercado en Cracovia.

Las campanas de varias iglesias cantaban con vigor y pensé en lo mucho que me gusta esa Europa que despierta con el olor de pastelerías atestadas de tartas recién hechas y suena a campanas multitonales, esa Europa que se levanta al alba y le pone tan buena cara al pésimo clima que sufre. Recuerdo que eran las nueve en punto y que abrí mi ventana para poder escuchar mejor el célebre Hejnał Mariacki cracoviano, una breve melodía de trompeta tocada desde la torre más alta de la hermosa Basílica de Santa María, muy cercana a mi hotel. Cuenta la leyenda que en el año 1241, los tártaros, tribus de origen mongol, intentaron invadir por sorpresa Cracovia y que para alertar a la población, un centinela subió a lo alto de la iglesia y toco el Hejnał Mariacki a modo de alarma. Las puertas de la muralla de Cracovia fueron cerradas a tiempo, salvándose la ciudad de ser tomada, pero antes de que el trompetista pudiera terminar la melodía, su garganta fue alcanzada por una flecha tártara. Desde entonces, el Hejnał Mariacki es tocado cada hora desde la misma torre, y siempre termina de manera abrupta, sin ser finalizado, en honor a aquel desventurado y heroico trompetista que aquel día no pudo concluir la melodía. Aquella mañana en que yo amanecí en Cracovia, el aire venía tan gélido que parecía ralentizar las notas de la trompeta, de manera que cuando el trompetista dejó la canción a medias, uno bien podría haber pensado que se le habrían congelado los dedos. La ola de frío ya estaba aquí.

Basílica de Santa María de Cracovia.

Basílica de Santa María de Cracovia.

Una de las muchas razones que me habían llevado a Europa Central era la posibilidad de vivir el crudo invierno polaco de primera mano. Desde mi llegada a Cracovia una semana antes, había estado comprobando las previsiones meteorológicas diariamente y, aunque había hecho frío, la temperatura era soportable y la nieve aún no había hecho acto de presencia. Era para aquel jueves de enero cuando se preveían unas intensas precipitaciones en forma de nieve y una posterior bajada repentina de las temperaturas. Ya hacía mucho tiempo que sabía a dónde iría el día de condiciones meteorológicas más extremas. Visitaría Auschwitz, el campo de exterminio más famoso del mundo, situado en las proximidades de Cracovia. Habían pasado casi dos años desde mi primera visita a Auschwitz, en verano de 2010. Entonces había seguido un interesantísimo tour de unas cuatro horas junto a Małgorzata (Margarita en polaco), una excelente guía polaca. Recuerdo el inmenso campo de Auschwitz II-Birkenau luciendo una tupida hierba verde resplandeciente bajo un cielo azul y una cálida brisa de verano. El campo mostraba una cara encantadora ocultando la tragedia de la que había sido testigo 65 años atrás. Casi al finalizar el tour, tras haber aturdido a la paciente Małgorzata con decenas de preguntas, se dirigió a mí con unas palabras que estuvieron dando vueltas por mi cabeza hasta que quedé en paz con ellas: Víctor, ya has escuchado mucho sobre la vida y sobre la muerte en este campo, pero no puedes imaginarte cómo eran las condiciones para los prisioneros durante el invierno polaco. Tendrías que volver por aquí en enero o febrero para empezar a hacerte una idea. Y eso hice.

Me duché y me vestí con la ropa de más abrigo que encontré: dos pares de calcetines, unas zapatillas de tela gruesa, unos vaqueros, dos camisetas, guantes, dos jerséis ligeros y una fina chaqueta de pana. Sabía que si seguía el tour a la intemperie lo pasaría mal, pero era toda la ropa que tenía. Bajé a la entrada del hotel y me zambullí en aquel mar blanco. Crucé la sobrecogedora plaza del mercado (Rynek Główny), en la bellísima ciudad vieja de Cracovia (Stare Miasto), pisando tantas veces sobre la nieve virgen como me era posible, sintiendo mi pie hundirse y oyendo el crujido de la nieve, de un modo similar al juego imaginario de muchos niños que sólo se permiten pisar en baldosas de un color concreto. Pasé junto al histórico Hotel Polonia, en el que tendría el placer de alojarme algunas semanas más tarde, y me dirigí a la terminal de autobuses contigua a la estación de trenes (Krakow Głowny).

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No era mediodía y allí estaba otra vez, en el Centro de Visitantes de Auschwitz, comprando una entrada para el tour en español de las doce. Podría haber comenzado una visita en inglés algo antes, pero tenía la esperanza de volver a ver a Małgorzata, la excelente guía polaca, para decirle que aunque ella no me recordara yo no había olvidado sus palabras. Mientras esperaba, comprobé que no había centenares de visitantes como la última vez. Ni rastro de los turistas japoneses armados de sus enormes cámaras, ni de las familias italianas gritando con alegría, ni de los grupos cristianos de jóvenes estadounidenses vestidos con la misma camiseta monocolor y letras blancas recordándote que “Dios es amor”. Nada de diversión. Lo que me había parecido una agradable construcción funcional dos años atrás, no era más que un feo edificio gris de estética comunista, compuesto por salas y corredores desangelados, tan viejos y lúgubres que jamás podrían dar sensación de limpieza.

Auschwitz.

Auschwitz.

Cómo explicar Auschwitz sin entrar en detalles escabrosos, me pregunto. Auschwitz no es un solo campo, sino un complejo de tres campos principales, Auschwitz I, Auschwitz II-Birkenau y Auschwitz III-Monowitz, y de otros 39 campos subalternos. El campo Auschwitz I prácticamente ya existía antes de la invasión alemana de Polonia en forma de cuartel del ejército polaco. De los tres principales, actualmente se pueden visitar Auschwitz I y Auschwitz II-Birkenau, el más grande y también el más conocido por salir retratado en tantísimas películas. Auschwitz III-Monowitz, que fue desmantelado tras la Segunda Guerra Mundial, funcionó como campo de trabajo esclavo en el que se producía, entre otros productos químicos, el Zyklon B, gas letal que acabaría con varios millones de personas en las cámaras de gas. Auschwitz III estaba por tanto al servicio del conglomerado industrial IG Farben, constituído entre otras por la empresa Bayer. Sí, la misma de las simpáticas aspirinas.

La elección de la ubicación de Auschwitz no fue casual. A finales de 1939, con la Segunda Guerra Mundial comenzada, los nazis, empezaron a desarrollar una red de campos de concentración para encerrar principalmente a prisioneros de guerra, intelectuales, políticos y minorías étnicas o religiosas. El pueblo polaco de Oświęcim, traducido al alemán como Auschwitz, cumplía tres condiciones que lo convertirían en uno de lugares más infames de la ya de por sí infame historia de la humanidad: Se encontraba en una gigantesca llanura, contaba con los barracones del ejército polaco con capacidad para varios miles de personas, y su situación geográfica en el centro de Europa optimizaba el traslado de prisioneros desde muchos de los países ocupados por la Alemania nazi. Los nazis desalojaron el pueblo de Oświęcim, alambraron el perímetro de los barracones y empezaron a llenarlos de prisioneros. Las dependencias del campo, previsto para unas 7.000 personas, no tardaron en desbordarse por la incesante llegada de prisioneros, alcanzando pronto las 20.000. Se llegaron a hacinar a 400 seres humanos en un espacio destinado a 52 caballos.

Alambrada entre barracones de Auschwitz I.

Alambrada entre barracones de Auschwitz I.

A finales de 1941, los nazis decidieron no volver a tener problemas de espacio construyendo desde cero, en la vecina localidad de Birkenau, uno de los mayores recintos que el ser humano haya erigido para encerrar a otros seres humanos. Las datos impresionan: un campo de 2,5 kilómetros de largo por 1,5 kilómetros de ancho con barracones suficientes para encerrar a unas 300.000 personas. Pero Auschwitz II-Birkenau fue concebido desde su inicio para ser más que un campo de concentración. A principios de 1942, la Alemania nazi puso en marcha su solución final para ejecutar el genocidio sistemático de la población judía europea. Auschwitz II-Birkenau fue provisto de una vía por la que llegaban trenes de transporte cargados de prisioneros, principalmente judíos procedentes de distintas partes de Europa, que a su llegada, en lugar de ser alojados en los barracones, eran conducidos directamente a las cámaras de gas. En los últimos años ha habido una gran controversia en cuanto a la dimensión del genocidio ya que es muy complicado estimar una cifra de asesinados medianamente fiable, debido a la incineración de los cuerpos y la destrucción por parte de los nazis de la mayor parte de las pruebas. Hoy en día se cree que entre un millón y medio y dos millones de seres humanos murieron en Auschwitz, la mayoría de ellos asesinados en las tristemente famosas cámaras de gas.

Primera cámara de gas en Auschwitz.

Primera cámara de gas en Auschwitz.

Un millón y medio de personas asesinadas. Se dice rápido, conmociona un poco, y a la hora de la cena ni nos acordaremos. Al fin y al cabo son grandes números y el cerebro humano no es muy bueno imaginándose la realidad que se esconde detrás de la representación de seis o siete cifras. Si me preguntaras cuántas personas son un millón y medio te diría que más o menos como las que viven en Barcelona o Milán, y si me preguntaras cuántas personas viven en Barcelona o Milán te diría que más o menos millón y medio. Fin del juego.

Tras tomarme un par de cafés bien calientes, el tour empezó en Auschwitz I, sin mi guía favorita y con otros seis españoles. El propio centro de visitantes está junto al campo, por lo que al salir nos encontramos con la célebre entrada que recibía con tres frías palabras metálicas a los primeros prisioneros de AuschwitzArbeit Macht Frei. El trabajo te hace libre. Ingresamos en Auschwitz I pasando bajo el famoso letrero de hierro forjado que es una réplica desde que a finales de 2009 el original fuera robado y posteriormente recuperado por la policía polaca. Noté que el cruel invierno había sustituido los álamos de color esperanza que flanqueaban las avenidas la última vez que estuve, por unos fúnebres esqueletos de finas ramas.

Entrada a Auschwitz I: "El trabajó te hace libre".

Entrada a Auschwitz I: «El trabajó te hace libre».

El campo Auschwitz I, que en verano parecía un conjunto residencial , había mutado a un siniestro pueblo abandonado. El frío era implacable, así que nos refugiamos en uno de los 29 barracones. De tres alturas y de ladrillo rojo, los pocos barracones que permanecen abiertos al público muestran la historia del campo y los enseres personales, fotos e historias de muchos prisioneros de Auschwitz. Además, en el barracón número 11, el llamado cárcel dentro de la cárcel, se pueden visitar las distintas celdas de castigo y de tortura que los nazis utilizaron tanto para conseguir información de determinados presos como para castigar comportamientos indisciplinados. Todavía recuerdo hasta diez tipos distintos de tortura que la guía nos explico y que sin embargo, como tantos otros detalles, voy a omitir en este post.

Campo de concentración Auschwitz I.

Campo de concentración Auschwitz I.

Recorrimos el campo de un lado a otro, visitando la zona de fusilamientos, principal método de ejecución antes de la construcción de las cámaras de gas. Entramos en un par de barracones más, escuchando la interesante información que la guía comunicaba con sobria voz uniforme. No diría que para ella la visita era un trámite aburrido diario. Me pareció que la guía más bien hacía un esfuerzo por parecer objetiva y neutral en la exposición de los tristes hechos. También entramos en la primera cámara de gas construída en Auschwitz y en su crematorio anejo. Unas sencillas margaritas amarillas y una llama eterna descansaban sobre un frío suelo de cemento, bajo un orificio del techo desde dónde, en un tiempo no tan lejano, se introducían envases de Zyklon B cuando la estancia, que simulaba ser una sala de duchas, se encontraba abarrotada de seres humanos. La visita a Auschwitz I terminó junto a la horca donde el que fuera responsable de Auschwitz por más de tres años, Rudolf Höss (no confundir con el famoso ministro y también militar nazi Rudolf Hess), fue ajusticiado en 1947 tras ser considerado culpable del asesinato de más de tres millones de personas, cifra de prisioneros fallecidos según los cálculos de entonces. En su surrealista defensa durante los Juicios de Núremberg, Rudolf Höss aseguró que él sólo era responsable del asesinato de dos millones y medio, y que los demás habían muerto de inanición y de diversas enfermedades. Nuestra guía concluyó la primera parte del tour diciendo:

– Aquí acaba la visita de Auschwitz I. Los que quieran seguir con el tour deben saber que en Auschwitz II-Birkenau permaneceremos unas dos horas a la intemperie, y que el frío va a ser extremo. Los nazis eligieron Birkenau para el segundo campo porque es una gran llanura sin ningún resguardo, por lo que además del frío vamos a sufrir un viento helado. La temperatura hoy es de unos -11ºC y la sensación térmica de -17ºC.

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El chico de los calcetines de lunares

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París. Mediodía de un plomizo miércoles de octubre. Entro en una cafetería no muy lejos del famoso edificio de la Sorbona, la histórica universidad parisina. Me siento junto a un gran ventanal con vistas a la calle que conecta el jardín de Luxemburgo con el Panteón. Pido un bocadillo de cordon bleu y un refresco. Me quedo observando a través del cristal a la multitud más refinada de un París otoñal, a la gente que va y que viene, cerrando y abriendo paraguas, sin tener muy claro si está lloviendo o si el cielo ya se ha despejado.

Panteón de París.

Un chico más bien alto, delgado pero con buena planta, entra precipitadamente en la cafetería llamando mi atención. Recorre con la mirada todas las mesas buscando a alguien. No lo encuentra, así que decide sentarse en la única mesa libre, que resulta estar a un palmo de la mía. Se quita su larga chaqueta gris oscuro y la dobla con cuidado dejándola sobre una silla. Unos veintitrés años, ojos grises, pelo ondulado más bien largo y con aspecto cuidado hasta el último tirabuzón, reloj plateado de un lujo evidente, camisa azul claro de una marca carísima, pantalones negros de corte ejecutivo y relucientes zapatos de punta estrecha sin la más mínima mota de polvo. Si tuviera tres ojos apuntaría uno a la calle, otro a la puerta y otro a su reloj, pero como no los tiene, alterna ansiosamente su atención en las tres direcciones. Cruza una pierna sobre la otra y mientras agita nerviosamente el pie que tiene en alto, su pantalón descubre un descolorido calcetín azul oscuro con lunares blancos. Está algo angustiado y hoy por la mañana se ha equivocado en la elección de los calcetines. Aunque es guapo y con clase, el tipo no es perfecto. Me cae bien.

Jardín de Luxemburgo.

Se abre de nuevo la puerta de la calle y antes de que la bocanada de frío exterior alcance mi cara ya he comprendido el desasosiego del chaval. Mi vecino de mesa contiene la respiración y puedo oír cómo se ha ralentizado el segundero de su reloj. Afrodita atraviesa el vano de la puerta con elegancia celestial. Pelo de largos bucles dorados y piel clara sin ninguna imperfección aparente. Pura porcelana china. Sus larguísimas pestañas, teñidas de azabache y quién sabe si separadas una a una con una aguja,  conducen la atención a unos ojos azules tan claros como las aguas del mar Caribe y tan grandes como el propio mar. Tiene unos labios carnosos pintados del color de una aterciopelada rosa granate. Viste un traje azul marino y negro que usaría una abogada de prestigio el día más importante de su carrera. La falda muere donde nacen las delicadas rodillas de las que florecen unas piernas bien formadas, estilizadas por unos conjuntados zapatos de considerable tacón. Si Botticelli se hubiera servido de esta modelo para su Nacimiento de Venus, habría errado todos sus trazos. La diosa gira la cabeza, encontrando al chico como si ya supiera dónde estaba. Los bucles del cabello que rodea su esbelto cuello, se comprimen y se alargan a cámara lenta, algo ajenos al efecto de la gravedad. El chico, al borde de la asfixia, sonríe apretando los labios con nerviosismo y ella le devuelve una sonrisa inmensa dejando relucir unos dientes perfectos que harían parecer oscura a la nieve. La chica cubre los escasos diez metros que les separan andando con elegancia, con naturalidad y sin aspavientos, como si los tacones fueran una prolongación de sus talones. Saluda y estampa dos besos en los mofletes del chaval tiñéndolos de carmín, no por el pintalabios, que es de los buenos, sino por el rubor del chico. Siento empatía con aquel al que ya considero mi nuevo amigo aunque ni siquiera hayamos cruzado una sola mirada. Le deseo suerte telepáticamente para la difícil partida que acaba de comenzar.

Plaza de la Sorbona.

Una camarera trae mi comida y a continuación toma nota a mis vecinos de mesa. Ella pide una ensalada y él un botellín de agua. Comienzan a hablar y yo que estoy a un metro de ambos, escucharía la conversación aunque no me lo propusiera. Además, me lo propongo. Ella acaba de volver de una estancia de verano en una prestigiosa universidad canadiense. Repite el nombre de la universidad, que a mí no me suena de nada, y él muestra admiración por ello cada una de las veces. No se ven desde junio, en aquella fiesta de fin de curso en la que tanto hablaron, subraya el chaval. Le miro y me parece que sus ojos brillan. Miro a la chica y no consigo ver qué hay detrás de esa monumental sonrisa que empequeñece ligeramente sus profundos ojos. El chico se ha tranquilizado un poco, sus gestos son más naturales, menos espasmódicos y su sonrisa, aunque sigue escondiendo los dientes, demuestra algo de confianza. El tipo es especialmente simpático, muy amable con ella y tiene un fino sentido del humor que ella ignora, creo que conscientemente. Ella me resulta inteligente, rápida en las respuestas, coherente en sus comentarios y desde luego segura de sí misma. Sin embargo me parece que esconde algo gélido entre su aparente calidez y cercanía. Es difícil leer a las diosas. Algo no me gusta pero no sé qué es. Intento comunicárselo mentalmente al chico que hace un buen rato que no aparta su atención de la luz dorada. Me gustaría decirle que deje de enseñar sus cartas por muy buenas que sean, que hoy no puede ganar la partida pero sí que la puede perder. Aunque si yo puedo ver los movimientos, la chica debe conocer las cartas desde que cruzó la puerta. Ya sabe que son todas de corazones.

Acabo el bocadillo. La Sainte Chapelle y Notre Dame me esperan en la Isla de la Cité, a unas pocas calles del lugar, pero no quiero dejar la partida a medias. Decido quedarme un poco más y pido un café, apoyando moralmente a mi nuevo amigo. El chico, que ha pasado el verano con su familia en la costa azul, comienza hablar del nuevo curso y me entero de que ambos están en el último año de universidad, él en ciencias políticas y ella en derecho. Él planea buscar trabajo en París en cuanto acabe sus estudios y da por hecho que ella también se quedará en la capital. Ella sonríe y sin dejar de mirar a los ojos de mi amigo le dice que no sabe, que quizás se vaya a vivir a Ginebra. Él frunce el ceño. Ella no cambia ni un músculo en su alegre expresión mientras explica que ha conocido a un chico suizo durante su verano canadiense. El reloj de mi amigo se para. Es un abogado exitoso y guapísimo, recalca ella con orgullo sin apartar la mirada de los ojos del chaval. Mi amigo esboza una forzada sonrisa, casi simiesca, mientras sus ojos se humedecen ligeramente. Ella sigue hablando animadamente de su suizo, creo que fingiendo que no se ha percatado de nada, regodeándose en los detalles más banales de su romántico verano. Me resisto a creer en su inocencia. Él, en cambio, aguanta el tipo como un valiente troyano. Es un guerrero que se defiende con el épico honor de los que siguen luchando cuando ya conocen que los dioses les han trazado un destino nefasto.

Rue Soufflot de París.

Decido que ya he tenido bastante, me levanto y me voy sin poder volver a mirarla. Me encantaría el arte del toreo si no fuera porque detesto el cruel regocijo que acompaña a la sangre inocente derramada. Salgo de la cafetería con un regusto amargo con el que nada tiene que ver el café y, a través del amplio ventanal, echo un último vistazo a mí desafortunado amigo que por primera vez ya no mira a la diosa sino que juega nerviosamente con la etiqueta a medio despegar de su botella de agua. Tomo una bocacalle que me lleve primero a la Sorbona y posteriormente al Sena. Ya calle abajo, caminando junto a la universidad, pienso en que deberíamos haberlo visto venir; los dioses siempre juegan con las cartas marcadas. Irónicamente, no es la primera vez que Afrodita regala a Paris desdicha disfrazada de belleza. Vuelve a llover en París.

Puente sobre el Sena.

La foto que nunca tomé

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La joven, desde su pequeña embarcación, seguía con la mirada el movimiento deslizante de mi kayak negro en el que me encontraba remando sobre las mansas aguas de la bahía. De una edad inferior a la que se podía leer en aquella profunda mirada, tenía los ojos ligeramente entornados con un aspecto incluso más oriental del que ya le corresponde a su raza, y no porque estuviera sonriendo, ya que sus labios no expresaban más que esa singular serenidad tan asiática, sino porque su cara se enfrentaba a la de un sol rojizo al que le quedaban pocos minutos antes de morir ahogado en el mar de la China Meridional. Desconozco por qué la chica, tocada con un típico Nón Lá, el sombrero cónico vietnamita, estaba sola en aquella alargada barca de madera de unos cuatro metros de eslora, una antiquísima embarcación cubierta por una raída lona azul que algún día debió haber protegido a los marineros del sol y de la lluvia. Supuse que estaría pescando, aunque no vi ni cañas ni redes que lo atestiguaran.

Bahía Ha Long.

Bahía Ha Long (Vietnam).

El agua de la bahía Ha Long, teñida de todas las posibles tonalidades anaranjadas, aquí del color de la yema, allí de un naranja más cálido, centelleaba con viveza bajo un cielo limpio que iba perdiendo la intensidad del azul de la tarde que agoniza para ganar luminosidad en el gris acerado del crepúsculo que está por llegar. Las paladas de mis remos parecían ser las únicas que alteraban el reposo del lugar, corrompiendo el agua en las proximidades de mi embarcación con una mezcla de caóticas ondulaciones mitad de un naranja claro, mitad de un gris verdoso. Tal vez haya imaginado toda esta explosión de colores del atardecer vietnamita, puesto que no recuerdo haber dejado de mirar a la chica de la barca desde que me di cuenta de su presencia.

Otro atardecer en la bahía Ha Long (Vietnam).

Otro atardecer en la bahía Ha Long (Vietnam).

Cuando mi embarcación se encontraba paralela y enfrentada a la suya, a unos pocos metros de distancia, yo que también iba solo en mi kayak alquilado, dejé de remar para contemplar aquella escena, aquel rostro que me seguía sin moverse. No llegué a ponerme de acuerdo en cuál sería la edad de la chica. Podría tener quince años o podría tener treinta, porque los dioses asiáticos, si es que necesitan dioses en Asia, han concedido el secreto de la eterna juventud a sus mujeres. Y si no es eterna, al menos dura hasta ese día de la senectud, en el que las mujeres de piel tersa, fina e impoluta y de sedoso cabello negro como el azabache, amanecen como adorables viejecitas a las que el más impío veneraría.

Islas de la bahía Ha Long.

Islas de la bahía Ha Long (Vietnam).

Pero no dejé de remar solamente para disfrutar de la escena. Intenté detenerme para capturar aquella imagen, aunque no tuviera conmigo mi cámara fotográfica dentro del kayak encharcado por dentro. La foto era perfecta. La chica de mirada intensa aparecía cerca de la popa, con su rostro hierático y en paz, iluminada por la cálida y tenue luz directa del atardecer, tras la pequeña baranda que prolongaba el desconchado casco azul y blanco de la embarcación, luciendo aquel sombrero cónico que no llegaba a esconderse tras la desgastada lona que hacía el papel de un inútil parasol. Debajo, el agua naranja crepitaba con miles de brillos por el movimiento que yo había creado involuntariamente. Nuestro mar, el suyo y el mío, estaba rodeado de estrechas islas extraordinariamente altas, picudas, con verticales paredes de caliza, y con verde vegetación en cada minúsculo rincón. El telón de la foto lo componían algunas de esas dos mil islas kársticas que salpican la que en muchas guías de viaje se considera la bahía más bella del mundo. Pese a no ser fan de esas subjetivas listas, debo decir que resulta difícil imaginar una bahía comparable a la de bahía Ha Long.

Bahí Ha Long (Vietnam)

Bahí Ha Long (Vietnam)

La belleza extrema de la escena se desvaneció tan rápidamente como se suelen esfumar esta clase de casualidades perfectas en un mundo imperfecto. Mi kayak nunca llegó a pararse por la inercia de las paladas anteriores, así que pronto perdí la visión totalmente lateral de la barca de la chica. La chica sonrío, y puedo asegurar que la sonrisa era hermosa, pero borró de un plumazo el misterio y la intensidad de su cara. El movimiento subjetivo de las islas del fondo descuadró el plano, dando paso a una escena bellísima, pero nada comparable con la que acababa de presenciar. En el momento, me lamenté por no haber podido tomar esa foto. Después, me surgió la duda de si habría conseguido disparar en el momento preciso y fijando todos los parámetros adecuadamente. Desde entonces, cada vez que la imagen vuelve a mi mente, me planteo si la escena fue tan perfecta como ahora la recuerdo. ¿Fue una suerte o una desgracia no haber tenido mi cámara a mano? Después de haber escrito este post, por fin lo tengo claro.

Viajar por el este del África subsahariana

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En la primera entrega de este blog, hace ya algunos meses, escribí que aunque me había ido a Sudamérica, mi destino apuntaba en otra dirección. Lo llamé el sueño de África, parafraseando el título de uno de mis libros preferidos sobre el continente. Como estoy convencido de que entre las pocas obligaciones a las que no debemos renunciar, la de cumplir los sueños es la más esencial, aquí estoy, escribiendo este primer post a la llegada de mi viaje por el este de África.

Me encontraba en Singapur, en el punto más meridional del Asia continental, en la punta de la Península de Malaca, en una suerte de Finis Terrae asiático. Cuando llegas a Singapur por tierra tienes tres opciones: tomar un ferry que te lleve a alguna isla de Indonesia, volver por tierra deshaciendo tu camino, o coger un avión desde el magnífico aeropuerto Changi que pasa por ser uno de los mejores del mundo. Considerando que volver por donde he venido me suele parecer una pérdida de tiempo, y que además no tenía demasiado interés en visitar Indonesia, decidí, por fin, perseguir mi sueño.

Aeropuerto Internacional Changi en Singapur.

Aeropuerto Internacional Changi en Singapur.

Si aterricé en Ruanda sin que nadie supiera que me iba a África, fue principalmente por no preocupar a mi familia. África tiene mala prensa. Es un continente mitad olvidado, mitad demonizado. Si no me crees, cuenta las pocas veces que sale en cualquier informativo y analiza lo que dicen. Pero no hay que ir a la prensa para comprobar la mala imagen de África que se tiene, o que tenemos, en países occidentales, término del que, por cierto, algunas culturas nos hemos apropiado y con el que no me encuentro muy cómodo ya que media África es tan geográficamente occidental como Europa. Cuando, hace ya mucho tiempo, comenté a amigos y conocidos mi entusiasmo por coger la mochila y recorrer por mi cuenta el este de África, recibí una gran cantidad de reacciones negativas al respecto: «África es peligrosa», «te pueden secuestrar», «te van a robar», «hay enfermedades graves y para algunas como la malaria no hay vacuna», y, en el mejor de los casos, «vas a estar viendo pobreza y niños desnutridos y eso tiene que ser muy duro». Hubo gente que me dijo que África no era como Sudamérica o Asia, que un blanco, viajando solo, ni siquiera podría salir a la calle o viajar en el transporte público sin que los locales le acosaran para obtener dinero, por las buenas o por las malas.

Huelga decir que, si estoy escribiendo estas líneas, es porque mi optimismo basado poco más que en el entusiasmo de un sueño infantil, aunque debilitado por las lógicas preocupaciones debidas a la mala fama de África, pudo más que todas esas fatídicas voces. Pues bien, ahora que he vuelto, más o menos entero, después de haber recorrido por tierra, por mi cuenta, y en transporte público Ruanda, Uganda, Kenia, y Tanzania, voy a contar algunas razones por las que nadie debería seguir mis pasos en tan hostiles territorios.

1. La singularidad de ser blanco en África

Cuando andas por la calle, sin importar si estás en un pueblo perdido en las montañas que no tiene acceso por carretera o si estás en la capital del país, prácticamente todo el mundo te mira. En las zonas rurales la gente se ríe de ti mientras te señala, y te grita mzungu, que en la mayor parte de lenguas bantúes significa extranjero o, simplemente, blanco. Durante cada día de mi estancia allí he tenido que soportar como decenas de personas, especialmente niños, se acercan con el brazo extendido y la palma ligeramente hacia arriba. Es difícil soportar la visión de sus caras cuando no cumples con su petición.

2. Seguridad

Viajar solo por África puede ser imprudente. Tienes que circular por carreteras ruinosas o caminos de tierra, con un tráfico temerario, en autobuses que salen antes del amanecer, que llegan después del anochecer, o incluso en medio de la noche. Y allí tienes que estar, en las estaciones del tercer mundo con decenas de hombres en grupos, andando y corriendo de un lado para otro, abordándote en noches cerradas, sin apenas luz artificial, en busca de tu dinero. Por no hablar de los autobuses gigantescos con tres personas a un lado del pasillo y dos al otro, con un duro banco corrido en lugar de asientos, con cajas y equipaje por el suelo, y con más pasajeros del aforo permitido y razonable. Sin contar a las gallinas. Aunque cuando el viaje es el minibus o matatu, tu espacio vital se reduce hasta la inexistencia. Un día llegué a contar 19 adultos y tres niños en un minibus con 12 asientos. El lector se puede imaginar la facilidad que los amantes de lo ajeno encuentran en semejante medio de transporte.

Alrededores de la nueva estación de autobuses de Kampala (Uganda).

Alrededores de la nueva estación de autobuses de Kampala (Uganda).

3. Historia y situación política actual

El pasado reciente de todos esos países es convulso y se manifiesta en la vida cotidiana actual. En Uganda hay controles de carretera del ejército cada pocos kilómetros. En Ruanda los militares controlan la totalidad del país lo cuál no es extraño, aunque podría parecerle preocupante al lector que sepa que hace tan solo 18 años, el ejército del país junto con milicias paramilitares de la etnia hutu, y con buena parte de la propia población hutu, masacró en 100 días a más del 20% de la población, mayoritariamente miembros de la etnia tutsi. ¿Qué esperabas encontrar ahora en un país del África profunda en donde hace menos de dos décadas el delirio colectivo perpetró una de las mayores carnicerías de la historia conocida de la humanidad?

4. Enfermedades

África está plagada de enfermedades de todo tipo. Estoy convencido de que has oído hablar de la malaria, la enfermedad del sueño, el cólera, el dengue, el ébola, el SIDA, la polio, y tantas otras. Sí, ya sé que también algunas de ellas (pocas) están en Europa, como el SIDA, que en nuestro continente se llevó a 8.500 personas en 2009. Sin embargo en el África subsahariana, donde un 6% de la población está infectada con el VIH, 1.3 millones perdieron la vida ese mismo año [1].

Podría seguir con desgracias, con problemas que encontrarías en el este de África si cometes la imprudencia de viajar por allí por tu cuenta, pero no quiero abrumarte con más argumentos de tanta carga negativa. Ahora bien, si el lector decidiera hacer caso omiso a las razonas arriba expuestas y siguiendo su instinto se adentrara en, quizás, el continente más desconocido y sugerente, hay algunos puntos que me gustaría compartir con semejante insensato.

1. La singularidad de ser blanco en África

Es cierto que la gente te mira constantemente, muchos te señalan y casi todos ríen. Normalmente te están sonriendo a ti, bien por ser amables o bien porque les hace gracia que un blanco aparezca por allí, algo que, excepto en el centro de las grandes ciudades o en lugares especialmente turísticos (Serengueti, Kilimanjaro, etc) es infrecuente, y por tanto, extraordinario para ellos. Muchos vendrán a hablar contigo. Sí, a preguntar qué tal estás, de dónde eres, por qué viajas sólo y a dónde quieres ir. Y muchísimos alargarán el brazo hacia ti, con el único fin de estrechar tu mano. Una vez, en un pequeño pueblo de Ruanda, estreché más de cuarenta manos en apenas un cuarto de hora. En mi primer paseo por el África negra, en Kigali, me crucé con un niño menudo, de unos ocho o diez años, jersey de lana roja, pantalones de pana azul y de agujeros negros. Se acercó a mí con los ojos muy abiertos, una cara seria, y me dio los buenos días en francés, extendiendo su mano con la palma prácticamente horizontal apuntando al cielo. Le dije que no, que lo sentía. Le volví a mirar. Su cara mostraba decepción. Miré su mano. No estaba tan horizontal como me había parecido a primera vista, pero tampoco vertical debido a la diferencia de alturas. Estaba inclinada en un ángulo indeterminado. El niño solo quería darle la mano al blanco. Lamentablemente el blanco no había dejado todos los prejuicios en casa.

Primer choque de la realidad contra mis prejuicios.

Primer choque de la realidad contra mis prejuicios.

2. Seguridad

He tomado decenas de autobuses y minibuses, en pueblos, ciudades grandes, y capitales, casi siempre siendo el único blanco. Eso te convierte en la estrella del autobús; si estás en la parte de adelante, cuando gires la cabeza tendrás un montón de pares de ojos clavados en tu pálida cara. Al igual que pasa cuando vas por la calle, la mayoría estarán deseando hablar contigo; si sonríes un poco, sonreirán con entusiasmo, si haces el gesto de aprobación con el pulgar hacia arriba, casi siempre recibirás el mismo gesto de vuelta. Yo utilizo el truco de los pulgares cuando alguien se queda mirándome petrificado más de cinco segundos. Para desbloquear una situación que en Europa sería violenta y que allí me provoca una sonrisa. Más de uno me reconoció que era el primer blanco con el que hablaba en su vida. Todos han visto blancos, en algún televisor propio o ajeno, durante los partidos de fútbol de la liga española o inglesa que les llegan a través de las parabólicas que pueblan los tejados de las casas más ruinosas en África. Pero verlos andando por las calles de sus pueblos es otro asunto.

En ninguno de mis viajes nadie intentó robarme nada, es más, algunos cuidaron de mi equipaje, que iba tirado por el suelo, mejor que del suyo propio. Nunca nadie me pidió nada dentro de un autobús. Pero me regalaron paquetes de galletas, plátanos, botellas de agua, refrescos, frutas de las que desconozco el nombre, y deliciosos tubérculos alargados que se comen calientes y que no he visto en ninguna parte del mundo.

Respecto al asunto de las estaciones, al principio estaba algo expectante, allí solo, de noche y con esos grupos de hasta diez hombres corriendo de un lado para otro. Luego me di cuenta de que simplemente eran trabajadores de las distintas compañías que intentaban, con gran fervor, captar clientes. Más de uno me confesaría que su salario era ridículamente bajo y su verdadero sustento radicaba en la comisión por billete vendido.

3. Historia y situación política actual

Que África tiene un pasado agitado y un presente complicado es evidente. Tampoco voy a negar que en algunos países como Uganda, y especialmente Ruanda, el territorio parece tomado por el ejército, que a diferencia de otros tiempos al menos está dirigido por el gobierno y no por generales caprichosos con hambre de poder. Para el viajero, especialmente el que acaba de llegar, la presencia del ejército mejora la sensación de seguridad. Ruanda, país víctima y a la vez ejecutor de uno de los genocidios más brutales del siglo XX, tiene una situación envidiable en la región. Sin entrar en disquisiciones geopolíticas (algún día entraré, porque la recuperación social, política y judicial del país es tan sorprendente como admirable), Ruanda es para el viajero un remanso de paz y de seguridad 18 años después del asesinato masivo de casi un millón de personas. Los ruandeses te cuentan con orgullo que, incluso tú, mzungu, puedes caminar con tranquilidad por cualquier sitio a cualquier hora. Como me gusta comprobar lo que me dicen, puedo dar fe de que, paseando de día y de noche, por zonas rurales, por ciudades grandes, por estaciones, etc, nunca he tenido ningún problema ni tan siquiera he sentido que estuviera en una situación potencialmente peligrosa.

Cartel conmemorativo de los 18 años del genocidio ruandés: «Aprendiendo de nuestra historia para construir un futuro mejor».

4. Enfermedades

El tema de las enfermedades es preocupante para cualquiera que viaje por zonas tropicales y ecuatoriales. En el África subsahariana, los mosquitos, especialmente abundantes en época de lluvias, pueden transmitir malaria o dengue. El ébola no tiene cura y aunque es poco frecuente, aparece sistemáticamente en cepas de que generan hasta el 90% de mortalidad entre los infectados. El SIDA es un problema que gracias al compromiso de casi todos los países africanos, está empezando a ser controlado aunque continúa siendo una tragedia. Lo que puedo asegurar es que aunque el viajero corre riesgos, también los corre en cualquier otra zona tropical o ecuatorial del mundo y sin embargo la mala fama se la lleva África casi en exclusiva. No soy una muestra estadísticamente representativa, pero mi salud durante el viaje fue excelente, igual que la de los pocos viajeros con los que me crucé por allí. Me gustaría decir lo mismo de mi viaje por Sudamérica.

Este artículo es un alegato en favor de África, continente maltratado, entre otras cosas, por los prejuicios. También intento justificar que viajar solo y por tu cuenta por el este de África, aunque no es muy habitual, no es ninguna locura y no tiene nada de heroico. Es más, animo a los viajeros con hambre de mundo que leen estas líneas a que vayan a descubrir, con respeto pero sin ningún miedo, el que para mí es el continente más fascinante y menos conocido. Iré escribiendo más artículos que quizás convenzan al viajero dubitativo.

África tiene problemas y desgracias; tiene miseria, tiene enfermedades, y tiene delincuencia. No pretendo demostrar que la vida en África es perfecta y que los africanos son mejores que los «occidentales». No soy tan maniqueo. Sin embargo, desde el punto de vista del viajero, lo de «hay de todo en todos los sitios» es una frase hecha que me rechina. Sí, hay de todo en todos los sitios, pero en distintas proporciones debido a diversas causas históricas, culturales y económicas. Y francamente, la gente que me he cruzado en mi viaje por África me ha tratado mejor que en casi ningún sitio de los que hasta ahora haya estado. Estas son mis impresiones, y a diferencia de Groucho Marx, aunque no te gusten o aunque no fueran las que esperabas oír de África, de momento no tengo otras.

Gacelas de Thomson en la frontera entre Kenia y Tanzania.

Gacelas de Thomson en la frontera entre Kenia y Tanzania.

Quiero acabar el post aclarando que no es del todo cierto que no haya contraído ninguna enfermedad en África. Desde que he vuelto, me despierto y me acuesto pensando en esponjosas colinas ruandesas de color verde claro y brillante cultivadas con frondosos matorrales de té, en montañas ugandesas pobladas de bosque ecuatorial y cubiertas por una engimática niebla que parece querer alejar del hombre los últimos ejemplares del gorila de montaña. Algunas veces, en cualquier momento del día, en el desarrollo de cualquier actividad, vienen a mi mente imágenes de las planicies kenianas de alta hierba seca donde las gacelas de Thomson corretean nerviosas mientras su corta cola no deja de balancearse vigorosamente. Veo las caras de emoción de los niños de los pueblos tanzanos cuando encuentran al viajero blanco, o la alegría de sus juegos cuando el mzungu observa la escena desde la distancia. Pero cada día, viene a mi mente una mujer africana, una cualquiera de las miles que he visto, ataviada con un largo vestido indescriptiblemente colorido, con su bebé enrollado a la espalda en una tela a juego con su ropa y con el pañuelo que cubre su pelo, transportando cualquier recipiente, producto u objeto sobre su cabeza y sin usar las manos, sonriendo a los que se cruza a su paso, ya sean locales o yo mismo, y sonriendo incluso a la vida. Esa vida con la que cada día se juega a los dados del azar su propia supervivencia y la de su familia. Esa vida a la que respeta pero a la que no teme y a la que mira con orgullo a los ojos. Esas recias mujeres son el motor y la esperanza de África.

Cuando oigo a alguien pronunciar el nombre de África o cualquiera de los países que la conforman, cuando la veo en el viejo mapa que me espera cada noche junto a mi cama, cuando repaso las fotos de mi viaje que tan mal capturan la belleza del continente negro, no me acuerdo de dónde estuve. Me pregunto dónde iré cuando vuelva. Esa es la enfermedad que he contraído, la fiebre de África, cuyo principal síntoma es la ansiedad por volver cuando ya no estás allí. Una enfermedad que se contrae en África pero que sólo se manifiesta cuando la dejas. Esa enfermedad la sufrieron los Speke, Stanley, Livingstone y compañía, exploradores británicos del siglo XIX de los que algún día hablaré aquí, muchos de los cuales fueron a conquistarla y acabaron siendo ellos los conquistados por la grandeza del continente. El único dolor que provoca la fiebre de África es el dolor de no estar allí ahora mismo.

Mujer ruandesa junto a su hijo.

Mujer ruandesa con su hijo en brazos.

Referencias:

[1] UNAIDS Report on the Global AIDS Epidemic | 2010, http://www.unaids.org/documents/20101123_globalreport_em.pdf .

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Vang Vieng o la globalización sin escrúpulos

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No debería escribir estando cabreado porque las huellas dejadas en Internet son imborrables. Pero como uno se va haciendo mayor y cada vez le importa menos lo que piensen los demás, lo voy a hacer de todas formas.

Vang Vieng debió ser en algún tiempo uno de los pueblos más encantadores de Laos, país que ya de por sí tiene un encanto que no he encontrado en ninguna parte de mi mundo visitado. Rodeado de montañas kársticas, el pueblo se extiende junto a la rivera del río Nam Song. El río es suficientemente ancho para que los puentes de madera que lo cruzan no parezcan simples pasarelas y suficientemente estrecho para que lo primero que pienses al verlo sea en cruzarlo a nado. Las montañas, redondeados montículos de piedra caliza cubiertos de tupida vegetación, también parecen hechas a medida del tamaño del río y del propio pueblo. Todo buen maquetista soñaría con diseñar un paisaje similar al que se debe apreciar cuando sobrevuelas el cielo de Vang Vieng. Hasta aquí, todo bien.

Vang Vieng

Vista desde uno de los puentes de Vang Vieng.

Pues resulta que el pueblo se empezó a hacer popular más o menos hace una década. Tampoco es de extrañar, pues es poco realista pretender que aún existan paraísos terrenales que todavía no hayan sido descubiertos por la insaciable ansia expansionista humana y de los que uno tenga la posibilidad de disfrutar solo. Quién haya visto un atardecer en el Piazzale Michelangelo de Florencia rodeado de trípodes y de japoneses o quien haya intentado presenciar un amanecer en Machu Picchu sabe que, aunque quedan pequeños rincones ocultos diseminados por el mundo, muchos de los lugares con encanto los tenemos que compartir con otros desconocidos que también desearían que nosotros no estuviéramos allí.

Alrededores de Vang Vieng

Alrededores de Vang Vieng con el pueblo al fondo.

Pero lo que ocurre en Vang Vieng no es turismo, es depredación. Centenares de jóvenes mochileros invaden las calles del pueblo cada día cuando el sol se esconde. La mañana la pasan durmiendo en sus hostales de a 3€ la noche pero a eso de la hora de comer empiezan a descorchar (es un decir) las primeras botellas de Beerlao (marca que copa el 99% del consumo de cerveza en Laos) y a liar los primeros porros del día. Del centro del pueblo se dirigen dos kilómetros río arriba donde alquilan por cuatro duros unos donuts gigantes hinchables con los que se tiran al río, dejándose arrastrar por la corriente hasta el pueblo, todo ello bajo una ensordecedora música que se deja sentir a varios kilómetros a la redonda. Debo reconocer que no he presenciado el espectáculo en todo en su esplendor, pero he visto llegar a los guiris borrachos, ellas en bikini y ellos sin camiseta, andando en grupos de hasta más de veinte zombis, todos ellos con el cuerpo pintarrajeado con palabras indescifrables y dibujos inconfensables, y viceversa. Si te estás preguntando si el trinomio alcohol, drogas y río es una buena combinación, te diré que el año pasado al menos veintidós turistas murieron ahogados en las mansas aguas del Nam Song en el pueblo de Vang Vieng. Es la venganza del río frente a la injustificable afrenta exterior.

El pueblo está repleto de bares idénticos unos a otros. Mesas bajas, bancos acolchados mirando hacia el interior del bar y al fondo dos pantallas gigantes. Para regocijo de los anestesiados guiris que se encuentran llevando la resaca lo mejor que pueden o acaso empezando a generar la del día siguiente, las pantallas escupen ininterrumpidamente capítulos de la afamada serie estadounidense Friends. Uno tras otro, desde la mañana hasta bien entrada la madrugada. Las calles del pueblo se completan con tiendas que venden alcohol día y noche, multitud de puestos callejeros pero con idéntica oferta a base de pancakes, hamburguesas y zumos, y decenas de tristes intentos de agencias de viajes que ofrecen los mismos paquetes que subcontratan a las dos o tres agencias de verdad que existen en el pueblo. El otro lado del río es aún más desolador. Algunos bungalows a precio tirado se alternan entre discotecas al aire libre que por el día permanecen disimuladas pero que de madrugada, con sus luces de neón y especialmente con su sonido ensordecedor, dinamitan la poca paz que le quedaba al pueblo.

Típico bar de Vang Vieng

Típico bar de Vang Vieng.

Respecto a la nacionalidad de los benditos guiris podría ser políticamente correcto diciendo que hay un amalgama de nacionalidades, pero para qué mentir. Además de un buen puñado de británicos y australianos, la gran mayoría son estadounidenses. Me cuentan los locales que prácticamente todos los estadounidenses vienen de Tailandia y debe ser cierto porque no me crucé demasiados en Camboya y Vietnam más allá de los sesentones acompañados por jovencitas locales (prostitutas, por si alguien se ha perdido, pero esa historia ya la contaré otro día). Dice Javier Reverte, quien a mi modo de ver es el referente español de la literatura de viajes, que básicamente hay dos tipos de estadounidenses viajeros. El primer tipo es el tímido sonriente que en cuanto le das un poco de cuerda te deslumbra con su conocimiento excelso sobre mil y un lugares, con su inagotable curiosidad por el mundo, propia de un niño ilusionado, y con su enorme respeto por los demás. El segundo, sin poder parafrasear a Reverte por no tener su magnífico libro a mano (El río de la desolación), viene a ser un tarugo que piensa que Europa es un país de capital París y que el resto del mundo, a excepción de Irak y Afganistán, es otro país que Dios o la mal llamada América, si es que no son lo mismo, ha creado para su uso y disfrute, poblándolo de sirvientes de pieles extrañas como esas que viven en los suburbios de su ciudad, pero con voluntades que pueden ser dobladas por una cantidad irrisoria de billetes verdes. Este segundo tipo de turista estadounidense es soberbio, escandaloso, exagerado, irrespetuoso con los demás turistas y, lo que es peor, con los locales, le importa un pimiento la cultura o las costumbres locales y su obsesión radica en embotijarse a precio de saldo rodeándose de otros estadounidenses. Lo reconocerás por su camiseta de tirantes de color llamativo, sus chancletas, su gorra de beisbol y, especialmente, por ir acompañado de al menos otro estadounidense, patrullando la ciudad como quién lo hace en un país recién conquistado. Y comportándose como tal.

Huelga especificar el tipo de estadounidense que campea por Vang Vieng como por su cortijo, semidesnudo (o en bikini), bebiendo cerveza barata y en muchos casos, menospreciando a los locales con sus palabras y sus actitudes. Recuerdo que la noche que pasé en Vang Vieng, a eso de las doce, decidí darme una vuelta junto a la rivera del río, para ver más de cerca la bochornosa conversión de un adorable pueblecito laosiano en un resort para occidentales de dudosa conciencia. Vi un par de pieles blancas vomitando con estrépito sobre la añeja madera del soportal de una casa laosiana, un conato de himno americano cantado por unas borrachas que olvidaron la letra al poco de empezar, y a un impresentable ebrio de estupidez intentando abrazar a una somnolienta vendedora de bocadillos, la cuál intentaba evitar el contacto con muchísima más educación de la que la situación requería, especialmente teniendo en cuanta la importancia del respeto por las formas y por el espacio ajeno en la cultura laosiana. Sin embargo, algo le faltaba a la escena para que tuviese una sordidez completa. Me llamó la atención la ausencia de prostitutas en el pueblo, algo muy común en las ciudades del sudeste asiático donde hay muchos hombres occidentales. A la mañana siguiente, antes de abandonar aquel sitio que nunca debía haber pisado, pregunté a Kao, mi nuevo amigo de la recepción del hostal y, entre risas, me dijo que hasta donde él sabía, en la ciudad no había prostitutas «locales» porque no eran necesarias. El que quiera entender, que entienda.

Oda a un callejón vietnamita

Aquella mañana de calor y humedad asfixiante escogí mi camisa preferida. Blanca como la nieve, de un tejido similar al lino, muy ligera, y especialmente refrescante, siempre me había recordado a la camisa que llevaba Santiago Nasar el día en que lo iban a matar. No era para menos, pues la madrugada anterior, a mí llegada a Vietnam, el termómetro del aeropuerto de Ho Chi Minh City, antigua Saigón, marcaba 30ºC, por lo que me podía imaginar lo que me esperaría durante el siguiente día.

Abrí la puerta de mi habitación y una bocanada de aire abrasador me invitó a cobijarme de nuevo en mi refugio con aire acondicionado. Resistiendo la tentación, busqué la puerta de salida del hostal y dos pasos después me encontraba en un callejón que difícilmente podría ser descrito. Un largo pasadizo, al descubierto pero que nunca había visto un rayo de luz solar, se extendía hacia derecha e izquierda sin que yo pudiera alcanzar a ver ninguno de los dos extremos, quién sabe si por el gentío que lo poblaba desde primeras horas de la mañana, o por mi confusión inicial. Diría que de lo estrecho que era podría haber tocado las paredes de los dos lados al mismo tiempo si hubiera estirado suficientemente los brazos. Sin embargo, recuerdo como a ambos lados del callejón se disponían decenas de improvisados puestos, principalmente de comida callejera, regentados en su totalidad por mujeres que en un pequeño carro cocinaban todo tipo de delicias asiáticas, sirviéndolas mediante un alargamiento de mano a los clientes que se sentaban apretados en pequeñas banquetas desplegadas junto a las paredes. Una mujer, sentada en un sucio escalón de piedra, cosía pausadamente remiendos en un pantalón que la mayoría habríamos considerado irrecuperable. Recuerdo un zapatero de avanzada edad afanándose por colocar un desgastado tacón en un más gastado zapato femenino que al parecer había soportado más fiestas de la cuenta. Del callejón nacían a su vez otros callejones más estrechos a los que no me atreví a entrar, no por miedo sino por no perder la magia de contar con oscuros rincones todavía inexplorados. Algunas motos intentaban hacerse un hueco entre vendedoras, banquetas, niños vestidos con traje escolar jugando por el suelo y perros, bastantes perros que quién sabe si alcanzarían a contemplar el atardecer de ese mismo día estando tan cerca de los puestos de comida.

Me pareció que un caos ordenado inundaba aquel microcosmos, que los que superpoblaban la angosta callejuela estaban en paz con ellos mismos y con todas las personas con las que competían por un minúsculo espacio. Creí que estaban en armonía con la suciedad reinante y con aquel calor húmedo que te hundía contra el asfalto desconchado. Pensé que todo era un decorado poco creíble en un sueño de los que te despiertas con la frente empapada, no por ser una pesadilla sino por la intensidad de las emociones. Juraría que las motos que desaparecían por un extremo del callejón volvían a aparecer por el otro, que el mismo niño que había dejado atrás reaparecía vestido de una manera diferente, que a medida que yo andaba buscando el final del callejón, volvía a encontrar a la misma vendedora, quizás en el otro lado de la calle, quizás vendiendo otro guiso, quizás con otro rostro. Lo achaqué al excesivo calor o al cansancio extremo de un día de aeropuertos y una noche demasiado corta. Pero todas las veces que volví a recorrer ese callejón, acabé con la misma impresión de que algo no encajaba, de que no era posible que aquella aparente anarquía bañada de suciedad me provocara tanta calma y tanta fascinación. Tardé en comprender que por aquel entonces ya me había enamorado perdidamente de Asia.

Sucre, capital constitucional de Bolivia

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El autobús nocturno que me llevaba a Sucre desde La Paz paró y apagó su motor a eso de las siete de la mañana. Fue ahí cuando me desperté después de haber dormido más de ocho horas seguidas. Corrí la cortinilla y vi que estábamos atascados en una fila de autobuses y coches de la que no veía el final. Los bolivianos que iban en mi autobús se levantaron y empezaron a recoger sus cosas. De nuevo no entendía nada. Estábamos en medio del campo y desde luego aquello no era Sucre. Pregunté a un chico joven que parecía tener prisa por abandonar el autobús:

Creo que los camioneros están de huelga y han vuelto a cortar las carreteras. Ya puedes coger tu equipaje y salir cuanto antes para saltarte el bloqueo a pie e intentar llegar a Sucre en algún medio de transporte que esté esperándonos al otro lado. Como no te des prisa vas a estar esperando horas a que venga algún coche o furgoneta, o quizás tendrás que caminar los veinte kilómetros que faltan hasta Sucre.

Bloque de Sucre

Camiones bloqueando el acceso a la ciudad de Sucre.

Y así es cómo empecé el día, a la carrera, sorteando decenas de coches y autobuses parados en la carretera, hasta llegar a un punto en el que seis camiones cruzados impedían el tránsito a todo vehículo. Al otro lado, el gentío luchaba a codazos por entrar en las pocas furgonetas que iban llegando. Al poco tiempo de haber conseguido entrar en una, mi alegría se desvaneció cuando un segundo bloqueo de camiones me obligo de nuevo a cargar mis cosas a través de dicho bloqueo mientras pedía en voz baja a dioses quechuas y aimaras que aquel fuera el último. Lo fue, y de esta original manera llegué a la ciudad más bella de Bolivia.

Sucre es la luz que alumbra Bolivia. Es una ciudad para enamorarse y de la que enamorarse. Fue la capital única de Bolivia en tiempos de la colonia española y aunque ahora, según la Constitución boliviana, sigue siendo la capital oficial y de hecho alberga el Poder Judicial, tanto el parlamento como la sede del Gobierno boliviano se encuentran en La Paz. La belleza que atesora Sucre procede de esos tiempos coloniales, en los que los conquistadores españoles, imitando el estilo de los pueblos andaluces y extremeños (que allí se llama simplemente estilo español), erigieron ciudades que relucían por el fulgor de sus edificios blancos e inmaculados. Pocas ciudades coloniales se han conservado hasta nuestros días como lo ha hecho Sucre, en buena parte gracias a programas muy estrictos de conservación cultural del patrimonio, como un programa conjunto del gobierno de la región y de la Agencia Española de Cooperación y Desarrollo que suministra cal y pintura blanca gratis a todos los sucrenses para que cada año pinten las fachadas de sus casas.

Sede del Poder Judicial de Bolivia

Sede del Poder Judicial de Bolivia.

Es difícil describir el placer de sentir la calma que Sucre emana cuando paseas por su centro histórico, pisando sus calles empedradas sin apenas tráfico, admirando los monumentales edificios de blancas fachadas impolutas, los jardines excelentemente cuidados y las plazoletas con fuentes de mármol. Así cómo la mayoría de ciudades que te puedes encontrar, parecen un amontonamiento de elementos incoherentes que a lo largo de la historia han sido puestos en cualquier sitio para dar un toque original o simplemente para soterrar el ego del alcalde o presidente precedente, Sucre parece que fue diseñada de una sola vez y además por una persona brillante, consiguiendo una armonía arquitectónica digna de estudio.

En las diez horas que permanecí en Sucre, no recuerdo haberme sentado ni una sola vez. Desde mi complicada llegada matutina había oído rumores de que los bloqueos se iban a prolongar algunas semanas a partir del día siguiente, y no sólo eso, se hablaba de que los camioneros añadirían más anillos al bloqueo de la ciudad, de manera que la entrada o la salida sería totalmente imposible. Sucre me sedujo desde el primer momento, pero no tenía ni una semana de margen en mi apretado itinerario por Sudamérica, por lo que exprimí el día al máximo sabiendo que además de ser el primero quizás sería el último. Tomé una decena de colectivos (pequeños autobuses para el transporte público) para ir a los puntos más alejados, como algunos miradores o el espléndido cementerio de la ciudad. Recorrí el centro sin descanso, entrando a todas las iglesias posibles, a la universidad, al mercado central y, en definitiva, a todo lo que vi abierto. Visité la Casa de la Libertad, edificio universitario, convertido hoy en día en museo, donde se firmó la Declaración de Independencia de Bolivia y donde un año más tarde también se promulgó la primera Constitución boliviana redactada por Simón Bolivar.

Patio de la Casa de la Libertad

Anduve tanto que a media tarde sentía que conocía el centro histórico de Sucre como si hubiera estado allí una semana y como si quisiera quedarme otra semana más. Pero como el bloqueo de la ciudad iba a ser indefinido, decidí buscar soluciones antes de quedarme sin luz y sin fuerzas. Después de preguntar a unos cuantos locales por la calle y de visitar un par de agencias de viajes, me quedó claro que debía dejar la ciudad antes de las 6 de la mañana del día siguiente pasando los dos bloqueos que ya había cruzado por la mañana. Sin embargo, al otro lado, fuera de la ciudad, esta vez no me esperaría ningún transporte por lo que era una opción algo arriesgada. Estaba ya decidido a iniciar una peripecia de imprevisible final cuando, en la última agencia que pensaba visitar, me encontré a tres mochileros con los que había hablado por la mañana. Al parecer había una alternativa que no conocían en casi ninguna agencia: existía un camino de montaña sin asfaltar por el que se podía evitar el bloqueo existente en ese momento, pero no los bloqueos que montarían los camioneros los siguientes días. Al parecer, ese camino lo conocía muy poca gente y por eso los camioneros no lo habían cortado. Me pareció una historia poco creíble pero era lo único que tenía, así que negocié un precio para mí y para mis nuevos compañeros de aventura que no hablaban nada de español. El dinero lo pagaríamos en su totalidad a nuestra llegada a la ciudad de Potosí.

Calle de Sucre

Calle de Sucre.

Cuando el conductor se presentó con su coche, un turismo no demasiado grande, y vio a cuatro personas cargadas de equipaje, se negó en redondo a llevarnos por el exceso de peso. Según él, el camino no sólo era de tierra sino que tenía piedras y agujeros por doquier, además de duras subidas y peligrosas bajadas, por lo que su coche iba a destrozar los bajos nada más empezar el trayecto. Me costó más de media hora convencer al pobre chico de que pesábamos poco (a pesar de ir con un alemán de metro noventa), de que nuestras mochilas eran pequeñas (aunque no lo eran) y de que nos bajaríamos del coche y empujaríamos cuando fuera necesario. Esto último sí que lo cumplimos un montón de veces durante las más de dos horas que duró el trayecto de veinticinco kilómetros desde Sucre hasta la carretera nacional, al otro lado del bloqueo. Llegamos a Potosí pasada la media noche, agotados pero aliviados, después de la curiosa aventura. Sin embargo, el pobre conductor tuvo de tomar el camino de vuelta sin haber descansado nada, con la esperanza de llegar antes de que los camioneros establecieran el bloqueo final a Sucre, ciudad donde previsiblemente permanecería un largo tiempo.

Remolcando del coche

Alguna vez, para empujar el coche que nos sacó de Sucre, fue necesario algo más de ayuda que la de un fornido alemán y la de este humilde español.

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Los que tienden a ver el vaso medio o completamente vacío, te dirán que generalmente las desgracias no las puedes prever y que cuando viajas por tu cuenta por países que no son del primer mundo, lo más probable es que algo malo te suceda. Lo que no te cuentan es que tampoco podrás anticipar las situaciones divertidas, placenteras o impactantes, ni el encuentro de personas interesantes, de esas que valen la pena, o que simplemente te arrancarán una carcajada al poco tiempo de haberlas conocido o, por qué no, que serán importantes en tu vida por una larga temporada. Y cuando viajas, créeme que se dan muchas más de esas agradables circunstancias que los infortunios.

Tendría que escribir unos cuantos posts para poder dar una idea de todas las personas interesantes con las que tuve la fortuna de vivir algún momento en Sudamérica. Fueron personas de toda condición: Mochileros, voluntarios que estuvieron conmigo (a éstos les debo un post), niños, habitantes de las ciudades y pueblos que visité, turistas sudamericanos, etc. Hay muchas anécdotas que podría contar; algunas impactantes, otras emotivas, informativas (útiles para mi viaje), curiosas o, simplemente, desternillantes. Debido a la seriedad de algunos de mis últimos posts, y dada la preocupación que habéis mostrado por ellos muchos de vosotros, voy a relatar uno de esos sucesos en los que me acabó doliendo la tripa de tanto reír.

Aquella noche llegué cansado a mi hostal. Mi habitación era un dormitorio de literas compartido con otras siete personas. La habitación era cuadrada con dos literas pegadas a cada una de las paredes. Estas paredes, por una razón que desconozco, tenían un hueco que iba del suelo al techo y que medía más o menos un metro por un metro. Todas las literas estaban dispuestas contra la pared a la altura de dicho hueco, de manera que si querías acceder a él, debías pasar por la litera de abajo. El caso es que no serían ni las once y ya tenía unas ganas locas de irme a dormir. Pero cuando estaba a punto de meterme en mi cama llegó un chico oriental cargado con su equipaje. Kyu era coreano, y a pesar del cansancio de su viaje venía con ganas de hablar. Durante media hora, Kyu me contó su vida entera y también la historia de su país. Me habló de los conflictos de Corea con China y con Japón, y de cómo estos dos últimos países habían aplastado y esclavizado a su pueblo. Si no le corté, no fue sólo por educación sino porque me dio una clase magistral de historia (algo/bastante sesgada). Me dijo que no le gustaban los chinos ni los japoneses, y aunque sugerí que quizás los chinos y los japoneses actuales no tenían ninguna culpa de lo que hicieron sus antepasados, me respondió que era una cuestión de honor y punto.

En medio de la disertación de Kyu, aparecieron dos nuevos mochileros por la puerta. Una pareja bajita que se presentó, él como inglés y ella como australiana. Los rasgos orientales de la cara de la chica indicaban que su ascendencia no era británica. Kyu me lo confirmó cuando ella se dio la vuelta y con un gesto de desaprobación pero en tono burlón me dijo en voz baja: es china. A partir de ahí, el silencio se apoderó de la habitación y lo aproveché para meterme en mi cama, una litera inferior. La australo-china dormiría en la litera superior. La litera de Kyu también era inferior y el pequeño chico británico eligió dormir encima de mi nuevo amigo coreano. Un gran error para todos.

Era de madrugada y yo dormía plácidamente cuando un golpe seco me despertó. Al golpe le siguieron unos quejidos que rápidamente se convirtieron en lamentos. La habitación estaba ligeramente iluminada a través de una ventana por la que entraba la luz de una farola. Yo no veía mucho pero sabía que la acción se desarrollaba en la cama de mi amigo Kyu el coreano. Al cabo de unos instantes, como un relámpago, la chica australo-china se tiró de su litera y se metió en la cama de Kyu, al que por cierto no conocía de nada. Kyu empezó a gritar, imagino que un poco asustado al principio por el despertar con sobresalto y muy asustado después cuando vio que era una china la que se le había tirado encima. Pero la australo-china no se entretuvo con Kyu y después de aplastarle el cuello con su rodilla (como él mismo me explicaría al día siguiente), se metió en el pequeño cubículo que se abría en la pared tras la cama de Kyu. Ahí fue cuando mi aturdimiento por fin me dejó entender la situación. Resulta que el pequeño chico inglés se había caído de su litera por el cubículo de la pared. Había caído en posición fetal mirando hacia el techo, se había quedado encajado debido a las pequeñas dimensiones del hueco y no se podía mover. Su novia australo-china, rompiendo todos los tratados de paz coreano-chinos, había ido al rescate de su amado, pasando por encima, literalmente, del pobre Kyu.

Para cuando la chica consiguió desincrustar y sacar a su querido novio inglés del agujero en el que se había metido, de nuevo atravesando la cama de Kyu que estaba inmóvil atenazado por el miedo, yo creía ahogarme de la risa. Intenté evitarlo, porque aunque sabía que al desventurado inglés no le había pasado nada, la escena con tintes épico-románticos podía ser bastante embarazosa para la pareja. Otra chica noruega, al otro lado de la habitación, había estallado en un ruidoso ataque de risa, contagiando al poco a la francesa que dormía en la litera superior. Aquella catarsis terminó en la misma oscuridad en la que había empezado. Las risas se fueron apagando, los lamentos del inglés se desvanecieron y los gritos de Kyu cesaron. Nadie dijo nada y creo que todos nos dormimos tan súbitamente como nos habíamos despertado. Excepto el pobre Kyu quizás. Por la mañana, sinceramente, me planteé que todo había sido un sueño originado por las historias que Kyu me había contado la noche anterior sobre los conflictos entre Corea y China. La sensación me duró hasta que, camino del desayuno me encontré con Kyu, que se me quedó mirando muy serio y me dijo:

– Pensé que iba a morir. Te lo dije, los chinos nos odian.

Dormitory

Kyu mostrando el hueco por donde cayó el chico inglés.

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